Cuestión de Principios viernes, diciembre 08, 2006
Tuve que hacerlo, mamá: no me quedaba otra salida. Todo comenzó el cuatro de octubre, apenas siete días después de mi mudanza, cuando lo vi por vez primera instalado frente a la ventana. Los departamentos tenían apenas unos pocos metros de separación. Y, como yo creía que el edificio de al lado aún no había comenzado a venderse, yo bailé casi desnuda frente a la ventana de mi habitación, sin mayores contemplaciones.
—Buen día —escuché que alguien decía tras de mí, y trastabillé.
Luché por mantener la toalla enrollada en mi cabeza mientras trataba de poner una cara amable, y entonces dije yo también: —Buen día, señor.
No podría precisar su edad. Quizás tendría unos cuarenta años. Pero ni su nombre me importaba; sólo quería mirar a otro lado y vestirme. Qué vergüenza. En un momento me pareció ver al tipo girar, como si se aprestase a abandonar su propia habitación, pero, para cuando terminé de enfundarme en la camiseta y volví a mirar, él estaba de vuelta en su posición inicial, mirando alternativamente mi cuerpo y luego mis ojos, con una sonrisa descarada en el rostro.
—Eh, señor. Estoy... ya sabe. Tratando de vestirme.
Él no se movió ni un centímetro. No me dijo nada.
—Oiga —traté de nuevo; llegué a chasquear mis dedos en busca de su atención, pues ahora apenas estaba entretenido en mis caderas—, oiga, déjeme en paz. Le digo que me deje en paz. ¡Señor!
El tipo volvió a mirarme, con la misma sonrisita idiota, pero no se movió.
—¡Demonios! —exclamé, y tomando violentamente el par de pantalones tirado en mi cama, salí corriendo de la habitación.
Lo sé, lo sé: podría haber instalado cortinas. No creas que no lo intenté, pero tú ya sabes qué opino de ellas. Nunca me ha gustado sentirme encerrada, iluminada por luz artificial en vez de dejar entrar los preciosos rayos de sol y hacer brillar mis blancas paredes. Además, eso sería adelantarme a los hechos. El hábito de bailar semidesnuda por las mañanas lo tenía muy arraigado. Pero no se me ocurrió que el tipo no volvería a moverse de allí. A la mañana siguiente, cuando me levanté de la cama, él ya estaba ahí instalado: no pareció haberse movido un centímetro desde la mañana anterior. Lo mismo el resto de la semana, y cada vez que mirara por la ventana me encontraba con la misma sonrisa estúpida de él, aunque no volvió a darme los buenos días, por suerte. Pero ya para el lunes me había entrenado para ignorar la ventana. Comencé a vestirme en el baño. Nada ocurrió hasta el día veintiséis, un domingo, cuando me levanté un poco más tarde de lo habitual, y estuve desayunando manzanas frescas mientras me pintaba las uñas de los pies. Tenía una cita esa tarde. Estaba concentradísima terminando de pintar mi pulgar izquierdo con la mano derecha, sosteniendo mi manzana a medio comer con la otra, cuando escuché:
—Manzanas rojas, ¿no? Me parece que las verdes son mejores. Más ácidas.
Mi mano tembló y terminé pintarrajeándome el dedo completo. Levanté la mirada con odio.
—Por supuesto, si la come usted debe de estar deliciosa, verde o no.
Cerré los ojos un momento y suspiré pesadamente. Acto seguido, me levanté y le lancé la manzana con furia antes de huir de la habitación.
El sonido de la manzana rebotando contra su ventana cerrada (no sé cómo es que se movió tan rápido) me alcanzó cuando atravesaba la puerta, y por eso largué un sonido gutural, ahogado, mientras cerraba de un portazo.
Creo que tuve que comenzar a salir de casa. Eso no hizo que mi vida cambiara de alguna manera importante, claro que no; ahora apenas me limitaba a leer y escribir lo mismo que en casa, pero escondida en los rincones oscuros de algún café poco frecuentado, o enfurruñada en una plaza cualquiera, después de la hora de almuerzo. Él seguía ahí, frente a mi ventana, todas las mañanas y todas las tardes, a cualquier hora que yo me apareciese por mi habitación. A veces me preguntaba acerca de sus hábitos alimenticios, o incluso sobre sus necesidades biológicas. ¿Dormiría alguna vez? Podría haber respondido todas mis dudas hablándole.
Una tarde sonó el teléfono escasos segundos después de que yo regresé desde la tienda.
—Hola.
—Es usted muy valiente. No muchas mujeres se dejan observar como usted.
—¡Ya déjeme en paz!
Lancé un grito ahogado y colgué. Pasados tres segundos, recapacité.
—¿De dónde demonios obtuvo mi número?
—Usted me ha permitido observarla. No fue demasiado difícil.
—¿Qué quiere de mi? Déjeme en paz. Usted no me conoce ni yo lo conozco a usted. Deje de mirarme.
—Podría poner un par de cortinas, sabe usted. Yo no podría verla en su habitación si usted lo hiciese.
No respondí. Ya te expliqué mi negativa hace unos momentos atrás.
—Desde luego, me extrañaría mucho que llegara a hacerlo. Nunca, en dos meses, la he visto llegar con alguien. Nunca ha entrado otra persona a su habitación. Nunca la he visto con cara de hembra satisfecha. Usted me necesita.
Temblando, colgué el teléfono y huí a la ducha. Sus ojos me siguieron por un segundo cuando atravesé la ventana de siempre.
Quise hacerlo. Te lo juro, mamá, que intenté poner cortinas: lo decidí hace unos días, cuando apareció ese ramo de rosas marchitas en mi cama, y él aparecía más sonriente que de costumbre. Así que me decidí de una buena vez, aunque no se me había ocurrido que vivir en un departamento antiguo sería un problema. La vieja Josefina, la dueña, me vio pasar rápidamente con el taladro hoy por la tarde, y me miró extrañada.
—Niña, niña, ¿para dónde va con eso?
—A mi habitación, señora, tengo que instalar un par de cortinas —le dije mientras subía la escalera a grandes trancos. Creo haber escuchado un débil “ah” cuando atravesaba la puerta. Ni siquiera la cerré. Conecté el taladro rápidamente a la corriente y acerqué una silla a la ventana: las marcas estaban ya listas hace horas. El tipo, que tenía una cara cansada cuando había comenzado a marcar, temprano, me miró con renovado interés al regresar.
Estaba probando la potencia del taladro cuando escuché el grito desde la puerta de entrada.
—¡Deténgase, espere! —me espetó la vieja Josefina, jadeando—. No puede. ¡Déme acá! No puede hacer eso, ¡no!
Hice caso omiso de ella. Casi tocaba ya el concreto de la pared con la broca cuando el tipo gritó fuertísimo, con una voz encolerizada: —¡Ya le han dicho que no lo haga!
El grito me desconcentró. La cara de él estaba roja de ira y por un momento recordé a mi padre, cuando regresaba magullado después de esas peleas. Me caí de la silla, aunque la cama amortiguó mi caída.
—¡No se atreva a tocar la pared! Bastante ya hice con permitirle pintar todo de blanco cuando se mudó —me gritó la vieja, y me arrancó el taladro de las manos—. Eduardo construyó este edificio con sus propias manos. Él planificó todo desde los cimientos. Usted no le va a hacer ni una modificación más. ¡Dios mío! ¡Taladros y orificios! No le permito cortinas a nadie. ¡No se atreva a tocar la pared de mi esposo, le digo!
Miré a la vieja abandonar la habitación y cerrar mi puerta de entrada violentamente. Luego, a juzgar por los sonidos sordos, lanzó mi taladro nuevo con toda su fuerza por las escaleras en espiral, y lo pateó enojada hasta llegar a su propia puerta, en el primer piso. El tipo se rió sonoramente de mí cuando me levanté por fin de la cama, y yo huí hacia la cocina.
El teléfono sonó justo cuando devolví la botella a la despensa. Contesté con un resoplido.
—Diga.
—Se lo dije: usted me necesita.
—No sé de qué me habla. Déjeme en paz.
—Podría haber instalado las cortinas si en verdad lo desease. Pero no puede resistir no tener a nadie que la mire: se sentiría muy rara, muy sola sin mí.
Y eso fue el colmo, mamá. Solté un grito y lancé el teléfono lo más lejos que pude; corrí hasta mi habitación, donde la silueta de él me observaba con los brazos en jarro, a contraluz. Abrí el armario con violencia y comencé a sacar toda clase de cosas. Lancé por la ventana zapatos, pantalones, corpiños y demases. Esta vez su ventana estaba abierta, y todo caía limpiamente dentro sin siquiera rozarlo.
—Ahí tiene, ¡demonios! No sé qué diantres quiere de mí. Déjeme en paz. ¡Ahí tiene todo! Yo me largo de aquí, quédese usted con todo, usted y la vieja. ¡Me largo!
Y así fue, mamá. Yo sé que tengo que aprender a controlar mi furia, pero no sabía qué otra cosa hacer. Quizás, si lograse interesarlo a él en oler mi ropa o acariciar mis pertenencias, dejaría de mirarme. Ya sabes cómo me pongo cuando me impacientan. Por eso salí corriendo. Lo próximo que hice fue darles de golpes a los azulejos del baño con una lámpara que venía con la casa, hasta que destruí varios de ellos; después bajé hasta la puerta de la vieja y le lancé los fragmentos a la cara cuando me abrió. Salí corriendo. Llegué aquí. Te dije que era conveniente no entregar mi nombre completo cuando firmé los papeles de la mudanza, te dije que había algo raro: pero ahora ya no pueden encontrarme, no, ninguno de los dos. Si llego a ver a ese tipo en la calle voy a gritar. Pero jamás lo vi abandonar su patética habitación.
Etiquetas: de mis letras
Gracias por el posteo, cuando comenzó el taller dije que me gustaba escribir cosas medias raras, quizás algo existencialistas jaja pero no es que sea "depresivo", me gusta crear esos escenarios.
Cuando te vi por primera vez y siendo muy honesto, no me interesaba conocerte pero eres una persona simpática e inteligente, eres una de las pocas "jóvenes" de tu edad que de verdad me ha impresionado por su manera de escribir y no soy SALAMERO...
Este cuento me gustó mucho, tiene su lado dramático y otro chistoso, o bien "tragicómico", te atrapa...
Nos vemos en el Tallersh...
seee ya
ja ! al principio pensé que era verdad después entendí que era un relato ... oye ¿que sicopata el tipo ahh ? mmmmm :P