Yo tendría que haber salido más resistente al dolor físico. La semana pasada fue un paréntesis de estar constantemente enferma de los nervios con eso de no poder pararme, no poder dormir sobre el estómago, ir al baño de a saltitos, llorar cada tres tiempos y mirarme en el espejo hinchada y poco atractiva. Hace varios años que me venía repitiendo la certeza de que alguna vez voy a tener cáncer y que estaría preparada para entonces, pero la experiencia de ahora, que de cáncer no tiene ni el asomo, me pone en frente toda la debilidad que tengo dentro, dentro y fuera incluso, que me desarma cuando pasan y pasan las horas y no puedo voltearme sobre el lado izquierdo para ver la tele y no puedo tomarme yo sola las pastillas que dejó la enfermera en la mesita de luz (y que sin embargo no tiene luz tampoco; lo único es un foco muy violento que está sobre la cabecera), porque ya con haberme levantado a escondidas al baño cuando todavía tenía las piernas temblorosas de anestesia epidural había suficiente riesgo. Eso y que cuando se han visto ya tantas chicas con la misma o peor cara de dolor en esa misma cama hace que se vuelvan todas un poco más insensibles, como yo misma era insensible al efecto del suero analgésico que me entraba por la mano. Pasaron las ocho horas reglamentarias y vino la última enfermera a medir la presión y el pulso (todavía me sorprende esa facilidad para tocar tan levemente una muñeca y sentir tan claras las pulsaciones) y me dio otras dos pastillas y me dijo que me fuera a dormir. Apenas la mujer se alejó por el pasillo yo me largué a llorar y tuve que levantarme a cerrar la puerta para que la gente ruidosa del lado, que conversaba a viva voz sobre cosas felices, no viniera a oírme. En la tele sonaban los instrumentos clásicos de varias bandas rurales juveniles y en un sillón la misma niña con una incisión en el vientre, sola. El teléfono había sonado un par de veces y me entretuvieron las voces de mis hermanos, pero no volvió a sonar hasta el otro día, cuando varios de los que me habían acompañado en los quiebres de días antes comenzaron a preguntar por mi salud.

Supongo, sí, que el paréntesis sirvió para muchas otras cosas. Entre las más anecdóticas está todavía eso de sentirme poco atractiva, que se resuelve preliminarmente en tres instancias: 1. Ver el montón de cabello cortado en el suelo y mi reflejo finalmente feliz ocho días después. 2. Haberme demorado el tiempo exacto para aplicar el color en los labios para que cuando cruzara la calle, feliz coincidencia, me encontrara con él de nuevo, escondidos los ojos detrás de los anteojos oscuros, la sonrisa en la cara y más delgado que nunca. Me dice:
—Me van a echar.
Por primera vez no importa. Nos sonreímos y luego cada cual sigue su camino, él aún con su paso amplio y yo con el movimiento de caderas que tenía olvidado en un cajón desde antes del quirófano. Creo que hace más de un mes que no nos veíamos las caras así, tan cerca, tan largo. Aunque fuera medio minuto. 3. Escuchar, tres pasos más allá, el beso que me lanzaron desde alguna camioneta pasante. Todos abajo te encuentran linda, me habían dicho. Eso siempre ayuda.

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