Estoy cansada de tener que bancarme a tipos egocéntricos. Si al menos las sinvergüenzuras que le ha dado por decirme me las dijera a la cara, sería todo más fácil: se le vuela la cara de un charchazo y luego una se va caminando dignísima hasta cualquier otra parte. Por internet las cosas son harto menos glamorosas, pero funcionan de todos modos. Yo ya no sé lo que quiero en mi hombre ideal, pero sí sé que cualquiera que me venga a molestar con la cabeza llenita de aire y puro narcisismo va a tener que recibirme unas buenas chuchadas antes de que nos despidamos por última vez. Porque si algo me revienta es que alguien piense que estoy enamorada cuando no es así (especialmente cuando le he dicho a él a la cara que no me importa nada lo que haga o deje de hacer con su vida).

Con eso dicho: son casi las tres de la mañana. Los ojos me pican de sueño. Esta tarde quise asistir a un concierto (¿concierto? ¿recital? ¿cuál es la diferencia?) de jazz y no pude porque me dejaron sola con la abuela. Ya no me da miedo que se me muera mientras estamos las dos solas en casa, pero es un poco triste darme cuenta de que ella no me pide las cosas que necesita. Y yo le pregunto cuatro, cinco veces y aún así se niega a decirme que necesita algo. Lo reconoce apenas cuando le pongo en frente la taza de té recién hecha. Pero al menos, por la noche, volvió mi madre y fuimos al cine. Me encantan las películas chilenas que se meten al campo y hacen historias de época. Me encantan porque es como conectarse con una parte muy dormida de una, que viene de las raíces humildes de la familia o quizá de un par de idas al campo cuando chica que me marcaron profundamente, y por eso todavía no se me quita el sueño de querer ser cantora como esas mujeronas de faldas floreadas, aunque no quiera bailar la cueca ni tomar chicha ni usar trenzas. Quisiera aprender una de esas tonadas campesinas escritas por mujeres profundamente enamoradas y cantarlas alguna vez.

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