Un último contacto martes, noviembre 14, 2006
El hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imaginarios / a la orilla de un río imaginario
De los muros que son imaginarios / penden antiguos cuadros imaginarios / irreparables grietas imaginarias / que representan hechos imaginarios / ocurridos en mundos imaginarios / en lugares y tiempos imaginarios
Todas las tardes imaginarias / sube las escaleras imaginarias / y se asoma al balcón imaginario / a mirar el paisaje imaginario / que consiste en un valle imaginario / circundado de cerros imaginarios
Sombras imaginarias / vienen por el camino imaginario / entonando canciones imaginarias / a la muerte del sol imaginario
Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario
Él mira el cuadro solitario colgado al final del pasillo.
Las ventanas están sucias; hace años que nadie las limpia. Le dan al corredor un aire distinto, hace que la luz se tiña de tonos dorados, sepia, y parece como una fotografía antigua. Incluso deslava un poco los colores del retrato, y ella parece atemporal, piensa. El aire huele levemente a polvo y las paredes parecen dolerse con el peso del encierro. Pero hace un bonito día de verano, él piensa, hace tiempo que no venía por aquí.
Desde luego, las sensaciones que el cuadro le inspira son dolorosas. La vista de aquellas pinceladas violentas, casi escupidas en la tela, le recuerdan la forma en que el viento gira entre los árboles que rodean la gran casa; por eso no lo mira de cerca, para no marearse. La forma en que el pintor reprodujo el brillo de los ojos de ella es irrepetible. Por eso es que murió tan luego después de terminar el retrato: porque se le había ido la vida en ello. Pero gracias a eso, parecía que Ignacia estaba a punto de salir del marco plateado enfundada en su precioso vestido de domingo, las trenzas atadas con largas cintas del color del cielo (ese día las llevaba enroscadas en las puntas, distintas a las cintas grises de todos los días, más parecidas a las violetas de algunas tardes), agitándose levemente cada vez que ella levanta la cabeza y sonríe. Él ya perdió la cuenta de los años sin verla, sin sentir su aliento.
El techo está viejo sobre su cabeza y puede escuchar claramente los correteos de las palomas que arman refugios en ese rincón de la casa; hay algo rítmico en la forma en que se mueven, estas palomas, y ese sonido, unido al clamor del río que jamás se calla, lo recuerda de algunas tardes de cuando estaban de novios con ella, cuando su padre tomaba la guitarra del revés y hacía percusión para cantar, siempre al atardecer. Era la canción de la familia y, a veces, cuando cree ver las sombras de todos ellos atravesando el camino desierto, vuelve a escucharla como la primera vez, y llora al recordar el eco de la voz de Ignacia, el eco de su risa, el reflejo de la luz en sus ojos.
La culpa fue toda suya, desde luego; él no quiso marcharse. Cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, titubeó embriagado entre los recuerdos de su corto amor. Pero luego llegó aquella noche de luna nueva, y al despertar ya no había nadie en la casa; nadie alrededor, nadie escondido entre las sombras de las cortinas, nadie por el camino de grava. Los buscó sin esperanza, y cuando volvió la señora de la noche trató de buscarlos al amparo de la luz plateada, de nuevo, por todos los rincones, y encontró sólo recuerdos enmarañados y sucios.
Pero ese pasillo no lo había visitado antes. No recuerda por qué; la última vez que miró el cuadro solitario lo hizo por encima del hombro, el rostro enjugado en lágrimas, cuando Ignacia dejó el mundo y apagó la luz de su corazón. Él piensa que era para no sufrir. Para olvidar. Pero ahora lo ve de nuevo, y se pierde entre las pinceladas violentas y la mirada de ella, que parece que se hace más fuerte cuando él se aleja, que se hace más íntimo cada vez que él da un paso adelante. El amor, el dolor le inunda los pulmones, pero él no lo siente, porque está acostumbrado al vacío. El corazón de polvo parece latir de nuevo, y él sonríe tímido, mientras la mirada de ella lo envuelve en un viento frío que derrumba las paredes, como cristal, y lo desintegra en el vacío.
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