Miguel lunes, octubre 23, 2006
Volada de anoche. En proceso creativo.
Lo cierto era que nadie había visto cuándo había muerto Miguel. Eso era lo único cierto. Doña Eloísa le quitó la pala a uno de los sepultureros vestidos de gris (nunca de negro, no, el gris es más institucional, señores, el negro es para los desgraciados que van a llorar al muerto, no para uno, no vaya a ser que no noten la diferencia y se nos lancen al hombro a berrear como niños, no señores, nunca de negro, vamos de gris) y comenzó ella misma a lanzar la tierra sobre el cajón de roble inmaculado, los remaches tenían un color como de bronce viejo y gastado, pero relucían sin grieta alguna; silenciosamente murmuraba un par de palabras dirigidas a nadie, a los ciegos que se quedaron sin ver cuando se murió Miguel, que estaba segura ella alguien podría haber visto algo si hubiesen querido, desgraciados, si fuera hijo suyo habrían tenido más cuidado, ahora me quedé yo sola aquí y encima tengo que enterrarlo yo si quiero que sea rápido este asunto, que me quiero ir a casa a mantener un digno luto y no tener que estar metida entre todos estos hipócritas, demonios, cómo nadie iba a ver como murió mi hijo, y los demás miembros de la familia, los primos y tíos lejanos que habían hecho el viaje a la capital por vez primera la miraban desconcertados, como no sabiendo qué hacer ante semejante arranque de rabia, que las cosas se hacían distintas en el campo, de eso no hay duda. Pero los más desconcertados eran, desde luego, los mentados ciegos; todos esos años de estar sentados día y noche en frente de las casas, mirando a los jóvenes pasar corriendo y a los niños saltar la cuerda como en autocastigo por no cuidarse la diabetes durante esos veinte años, esos años de mirar con envidia a la gente que podía moverse como quisiera seguro los había hecho inmunes a todo cuanto pasara, daba lo mismo lo que fuera, mientras pasara algo para mirarlo, pero nunca para mirarlo muy bien, no sea que nos vayan a meter en un problema grande después, un problema como este de la muerte de Miguel, que no vimos nada, señora, nosotros no vimos nada. Y se rumoraba que sí, que algo habían visto, pero lo seguro es que no había nadie en la calle en ese momento, nadie por ninguna parte, y Miguel se murió solo y frío en la mitad de la acera. Quizás alguien lo golpeó y se fue corriendo luego por los rincones oscuros que proporcionaban los árboles. El día anterior un niño había arruinado tres focos con unos fuegos mágicos que le había traído su abuelo de quién sabe dónde. Quizás de una capital extranjera, quién sabe, que de todos modos Santiago aún es un lugar pequeño, me vas a creer que los ingleses de la esquina no sabían a dónde habían llegado cuando recién se mudaron acá, quizás los fuegos mágicos venían de Inglaterra también, quién sabe, el abuelo de Nicolasito se guarda todas las cosas, una vez fuimos a su casa a tomar el té y el nos miró de soslayo por la hora completa, escondiéndose levemente tras un libro grueso forrado en cuero antiguo. Lo evidente era que nadie vio nada. Y por eso doña Eloísa estaba tan furiosa pensando en las caras asustadas de sus vecinos: cualquier día o cualquier noche era sólo cosa de saludar a un ama de casa cualquiera, a uno de los viejos diabéticos con piernas de palo (algunos tenían otras de plástico, los más pudientes), y ya se podía enterar una de todas las noticias del pueblo, escuchó señora que doña Martita compró cuatro botellas de leche hoy, sí, cuatro, quizás espera visitas, quizás es verdad que está embarazada de nuevo, oyó, vaya a ver a Martita si puede y nos cuenta, y ahora que necesitaba a uno de esos rematados viejos decrépitos para que le contara cómo murió Miguel no había nadie, es como si el cuerpo hubiese estado ahí por horas, invisible, inodoro, completamente inexistente hasta que Enriqueta tropezó con él, la pobre jamás había sido considerada de esa manera antes ni después, tener la cadera desviada y ser solterona por cuidar de su madre enferma la convertía en un don nadie, en una doña nadie, y de pronto se había encontrado con Miguel tirado en la acera y había gritado y todos los vecinos estaban sobre ella preguntándole cosas, pero ella apenas había encontrado el cuerpo tirado ahí y no sabía nada más, que yo iba camino a comprar un par de conservas para mamá, que quería comer un pastel, y de pronto tropiezo con ese bulto y miro y era Miguel, tenía los ojos abiertos, pensé que le había dado un síncope o qué diablos, pero miré de nuevo y supe que estaba muerto, estaba frío y la sangre la tenía seca sobre la ropa, eso es todo, después llegó el polecía y se lo llevó sin decirme nada, ni gracias, y al escuchar esto los vecinos salían en tropel al cuartel de policía y Enriqueta volvía a ser nadie en ese pueblo, y se iba refunfuñando a comprar sus conservas de una buena vez. La autopsia del cuerpo no reveló nada más que una estocada profunda que le había destrozado el estómago al muchacho, lleno éste y el intestino de aguardiente, aunque eso no explicaba la sangre en su rostro, se determinó que era la propia, pero no se pudo saber más, no tenemos tanta tecnología aún, señora, disculpe, hacemos todo lo que podemos, y cómo no es posible que puedan determinar nada más, ineptos, cosan bien a mi hijo porque no quiero que se le vea ese costurón horrendo en el cuello cuando lo entierre, déjemelo bien, que quiero que se vea decente una última vez. La intriga invadió al vecindario completo y las teorías eran cada día más alocadas, lo que se agravó cuando comenzaron a llegar los primos del campo en tropel, que Miguel era de los más queridos de la región, y junto con los kilos de ropa negra que debían lavarse todos los días también debía metérsele un poco de razón dentro de la cabeza a los visitantes, que con sus leyendas y creencias campesinas habían convertido al finado en víctima de los aparecidos que arrastraban cadenas, estrangulado por una mano negra sin cuerpo, atravesado por la larga y única uña de un monstruo que volvía locos a todos quienes le vieran el rostro. Pero vinieron de todos modos a despedirse de su querido primo, en espera de poder agradecerle (póstumamente, al menos) por las risas y las canciones en los veranos, cuando visitaba a todos sus familiares, por enseñarles que habían tres letras para el mismo sonido y que chorizo se escribía con zeta, sí, con esa que es como una culebra tiesa, sí, la culebra más flexible es la ese y va para el otro lado, prima, así mismo, chorizo se escribe siempre con zeta, no se olvide, y por eso estaban ahora todos de riguroso negro llorando lágrimas silenciosas frente a doña Eloísa, que estaba a punto de terminar de enterrar a su único hijo, demonios, y ellos tampoco vieron nada, porque a Miguelito no lo habían visto por cuatro años, la mayoría de ellos, aunque los vecinos sí que lo habían visto el día anterior, sonriente y un poco ebrio después de la fiesta de cumpleaños de la hermanita de su novia, ahora es una mujer hecha y derecha, celebremos, compadritos, levántense de esas sillas, viejos de mierda, que hay que celebrar, sonrían. Pero ellos le habían dicho que no, que no podían, que las piernas esas de palo (algunas de plástico, los más pudientes) eran para que las damas no tuviesen que ver a un hombre incompleto, que hay que mantener la dignidad, pero no nos podemos parar, menos bailar y celebrar, Miguelito, vaya a joder a otro lado, que acá estamos mirando gente pasar, no estamos para hacer vida social, lárguese. Y ahí se habían quedado por horas, esa tarde y esa noche y la mañana siguiente, disfrutando de la brisa fresca de verano, pero no habían visto nada, nada de nada, y es seguro que hasta había un par de ellos en el mismo sitio cuando Enriqueta tropezó con el cuerpo, pero no sabemos nada, doña Eloísa, nada podemos contarle. Y por eso rumiaba ella su rabia contra sus vecinos, por no poderles explicar qué demonios había pasado con su único hijo, ellos que podrían haber contado cada segundo de la vida del muchacho sin problemas, y por eso quería enterrarlo luego, para no tener que pensar que tenía otra muerte misteriosa hundiéndole los hombros, para no tener que preocuparse de esa intriga más, y estos sepultureros de pacotilla levantan la tierra suelta como preocupándose de mantener el silencio para no despertar a los muertos, como si alguna vez volvieran, como si se moviesen un poco más las piedras abriera los ojos Miguelito y me golpeara en el ataúd para abrirle, pero no, déme acá, inútil, paren todos ustedes, voy a terminar yo de enterrar a mi hijo, y déjeme en paz, usted, no me toque, ¡no me toque le digo!, que ya quiero terminar con este asunto, y no se mueva el resto, yo termino acá, el padrecito dice su oración y se rechingan todos, ya basta con esto, cómo nadie iba a ver cómo murió Miguel. Y los vecinos ciegos, los ancianos decrépitos, los diabéticos con piernas de palo (o de plástico, los más pudientes) ni pestañeaban, desconcertados con el ataque de rabia de doña Eloísa, y pensaban que quizás esa noche estuvieron ciegos por propia voluntad, para no meterse en problemas, pero quizás habría salido más a cuenta mirarlo todo, para poder comentar, para haber tranquilizado a la señora y quizás asistir a un entierro como corresponde, qué demonios, vámonos de aquí. Pero no se movían para nada, petrificados de miedo con la reacción de la pobre vieja Eloísa, que ahora se quedaba sola, sola sin marido, sin su único hijo, y sin una explicación para la muerte de ninguno de los dos.
Etiquetas: de mis letras
0 Respuestas a “Miguel”